La exhortación Evangelii gaudium del papa Francisco es un pozo sin fondo. Nunca acaba uno de agotar su contenido. Ahora, en este post, voy a prestar atención a las consideraciones que hace el papa sobre la homilía. No tienen desperdicio.
Comienza el papa Francisco situando la homilía en el marco de la celebración eucarística. Es un buen punto de partida. Porque la homilía no es una clase de teología, ni una conferencia, ni una plática de ejercicios espirituales, ni, menos aún, una especie de chascarrillo para entretener al personal.
La homilía, a la luz de las palabras del papa, debe propiciar un diálogo de Dios con su pueblo. La predicación del sacerdote hace suya la palabra de Dios, la asume en su propia carne, la medita y la proclama. El predicador es el portavoz de lo que Dios quiere decir. El predicador ama esa palabra, se ha dejado atrapar por ella y está persuadido de que es Dios quien habla por su boca.
La palabra de Dios, expresada por boca del predicador, suscita la respuesta del pueblo; una respuesta de aceptación, de amor, de fe y de confianza incondicional. De este modo el papa, con ese planteamiento inicial, ha intuido la misma dinámica de la celebración de la palabra: una dinámica de diálogo, en el que Dios irrumpe con su palabra, se dirige a la comunidad congregada y suscita una respuesta; y la comunidad, a través de su oración personal, de sus cantos y de su plegaria comunitaria responde, con amor y confianza, a la palabra de Dios expresada por el sacerdote y compartida comunitariamente.
Por formar parte de la celebración, la homilía no debe ser puramente moralista, ni adoctrinadora, ni una especie de entretenimiento. Por ser una parte preferente de la liturgia de la palabra, la homilía debe surgir con fuerza, vigorosa, de la fe del liturgo; debe proyectar con claridad el amor con que el predicador asume la palabra de Dios, se deja embargar por ella hasta identificarse con su mensaje.
La homilía, que no debe ser nunca un sermón de circunstancias ni de campanillas, jamás debe dejar indiferente ni al predicador ni a la comunidad de oyentes. La palabra de Dios deja huella, marca, al predicador y a los oyentes. Por eso el papa invita con insistencia al predicador a que ame la palabra, a que la escuche él mismo, el primero, con atención, a que se deje conmover por ella.
El predicador, dice el papa, debe convertirse en un contemplativo de la palabra. De ahí las palabra que se dedican en el documento a la preparación de la homilía. El espacio de tiempo dedicado a la preparación de la homilía deberá ser un tiempo de oración, de reflexión personal, de estudio sosegado y de creatividad pastoral.
El papa Francisco dice además que, por ser parte de la celebración, la homilía debe ser breve, equilibrada y sencilla. No debe ser tan brillante ni de tanta ostentación que llegue acaparar la atención de la asamblea reunida, eclipsando la centralidad incomparable de la presencia del Señor. Lo importante es el Señor y su palabra proclamada; el ministro es un siervo del Señor y está dedicado al servicio de la palabra. Francisco aboga por un debido equilibrio de las partes y por una justa armonía. El discípulo no es más que el maestro; y la palabra de Dios no debe ser ninguneada por la palabra del predicador. Quiere decir Francisco que, en ningún caso, la homilía debe servir para lucimiento de predicador.
Respecto al contenido de la homilía, el papa deja claro que el punto de referencia deberá ser siempre la palabra de Dios, celebrada y proclamada en las lecturas. El análisis de la palabra será sencillo, desde la fe, sin pretensiones técnicas innecesarias. El predicador deberá buscar siempre el meollo del mensaje, lo importante; la presentación deberá ser amable, sencilla, cordial, cercana. Hay que hablar a la gente desde el corazón, con el vigor de una fe arraigada y vivida.
Termino. No instrumentalicemos el momento de la homilía para hablar de temas que no vienen a cuento. La homilía no es una clase de teología; debe conmover a la asamblea; hay que ayudar a los fieles a que entren de lleno en la celebración, a que se dejen atrapar por el embrujo de la palabra proclamada, por la magia de los grades símbolos sacramentales; a que se adentren en el mundo del misterio y de la trascendencia; el predicador debería intentar crear en la asamblea un clima de interiorización y de recogimiento, un clima de oración profunda. Desde ahí nuestras celebraciones quizás puedan entrar en una nueva primavera.
Comienza el papa Francisco situando la homilía en el marco de la celebración eucarística. Es un buen punto de partida. Porque la homilía no es una clase de teología, ni una conferencia, ni una plática de ejercicios espirituales, ni, menos aún, una especie de chascarrillo para entretener al personal.
La homilía, a la luz de las palabras del papa, debe propiciar un diálogo de Dios con su pueblo. La predicación del sacerdote hace suya la palabra de Dios, la asume en su propia carne, la medita y la proclama. El predicador es el portavoz de lo que Dios quiere decir. El predicador ama esa palabra, se ha dejado atrapar por ella y está persuadido de que es Dios quien habla por su boca.
La palabra de Dios, expresada por boca del predicador, suscita la respuesta del pueblo; una respuesta de aceptación, de amor, de fe y de confianza incondicional. De este modo el papa, con ese planteamiento inicial, ha intuido la misma dinámica de la celebración de la palabra: una dinámica de diálogo, en el que Dios irrumpe con su palabra, se dirige a la comunidad congregada y suscita una respuesta; y la comunidad, a través de su oración personal, de sus cantos y de su plegaria comunitaria responde, con amor y confianza, a la palabra de Dios expresada por el sacerdote y compartida comunitariamente.
Por formar parte de la celebración, la homilía no debe ser puramente moralista, ni adoctrinadora, ni una especie de entretenimiento. Por ser una parte preferente de la liturgia de la palabra, la homilía debe surgir con fuerza, vigorosa, de la fe del liturgo; debe proyectar con claridad el amor con que el predicador asume la palabra de Dios, se deja embargar por ella hasta identificarse con su mensaje.
La homilía, que no debe ser nunca un sermón de circunstancias ni de campanillas, jamás debe dejar indiferente ni al predicador ni a la comunidad de oyentes. La palabra de Dios deja huella, marca, al predicador y a los oyentes. Por eso el papa invita con insistencia al predicador a que ame la palabra, a que la escuche él mismo, el primero, con atención, a que se deje conmover por ella.
El predicador, dice el papa, debe convertirse en un contemplativo de la palabra. De ahí las palabra que se dedican en el documento a la preparación de la homilía. El espacio de tiempo dedicado a la preparación de la homilía deberá ser un tiempo de oración, de reflexión personal, de estudio sosegado y de creatividad pastoral.
El papa Francisco dice además que, por ser parte de la celebración, la homilía debe ser breve, equilibrada y sencilla. No debe ser tan brillante ni de tanta ostentación que llegue acaparar la atención de la asamblea reunida, eclipsando la centralidad incomparable de la presencia del Señor. Lo importante es el Señor y su palabra proclamada; el ministro es un siervo del Señor y está dedicado al servicio de la palabra. Francisco aboga por un debido equilibrio de las partes y por una justa armonía. El discípulo no es más que el maestro; y la palabra de Dios no debe ser ninguneada por la palabra del predicador. Quiere decir Francisco que, en ningún caso, la homilía debe servir para lucimiento de predicador.
Respecto al contenido de la homilía, el papa deja claro que el punto de referencia deberá ser siempre la palabra de Dios, celebrada y proclamada en las lecturas. El análisis de la palabra será sencillo, desde la fe, sin pretensiones técnicas innecesarias. El predicador deberá buscar siempre el meollo del mensaje, lo importante; la presentación deberá ser amable, sencilla, cordial, cercana. Hay que hablar a la gente desde el corazón, con el vigor de una fe arraigada y vivida.
Termino. No instrumentalicemos el momento de la homilía para hablar de temas que no vienen a cuento. La homilía no es una clase de teología; debe conmover a la asamblea; hay que ayudar a los fieles a que entren de lleno en la celebración, a que se dejen atrapar por el embrujo de la palabra proclamada, por la magia de los grades símbolos sacramentales; a que se adentren en el mundo del misterio y de la trascendencia; el predicador debería intentar crear en la asamblea un clima de interiorización y de recogimiento, un clima de oración profunda. Desde ahí nuestras celebraciones quizás puedan entrar en una nueva primavera.
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