Cualquier encuesta parroquial o diocesana sobre los problemas de la iglesia señalan como problema número uno los sermones aburridos, irrelevantes y sin sustancia.
El reverendo J. Perry Smith, pastor episcopaliano (anglicanos de EEUU) semi-retirado y autor de "The Unlikely Priest" (Padre Nuestro Books, 2011) ha publicado un artículo en The Wall Street Journal señalando lo que ha aprendido de buenos y malos predicadores. De hecho, señala que pastores muy populares pueden ser predicadores muy malos. En cambio, alaba al Papa por sus homilías eficaces y directas.
— Los elementos estilísticos del sermón
"¡Un buen sermón!" es tal vez el peor elogio que puede recibir un predicador. Dicho por mera cortesía en el mejor de los casos, "un buen sermón" significa que lo que has dicho probablemente no ha sido escuchado, entendido o no era relevante.
"Tu sermón me ha emocionado o me ha desconcertado". "Me estabas hablando a mí". Estos son los elogios que nosotros, predicadores, queremos oír.
Incluso agradecemos un debate sobre el contenido del sermón porque demuestra que alguien estaba escuchando.
Predicar es realmente difícil, y muchos practicantes no tienen ni idea de lo que es meterse en la preparación de un sermón. Hay predicadores que esperan hasta el sábado por la noche por preparar sus sermones: o bien tienen mucho talento o son estúpidos y perezosos.
El fallecido Dunstan Stout, un sacerdote católico, capellán de la comunidad estadounidense en Ciudad de México, era el mejor predicador que he oído nunca. Le conocí a mediados de los años Sesenta; sus homilías duraban entre cuatro y seis minutos, eran contundentes e incluso recriminatorias y todos en la iglesia creían que les estaba hablando directamente a ellos. "Cualquier homilía que dure más de ocho minutos es demasiado larga", me dijo una vez. "Cualquier homilía que dure menos de cuatro minutos es demasiado corta. Una homilía o sermón debe centrarse en el Evangelio y debe ser relevante para los oyentes". Su regla final sobre la predicación era: "Nunca digas nada desde el púlpito que tú no creas".
Los predicadores, pasados y presentes, violan las reglas del padre Stout. Sospecho a veces que el problema de estos predicadores es la pérdida de fe en el Evangelio, por lo que recurren a sus propias ideas. Se oyen predicaciones sobre asuntos de justicia social y de política de todo tipo, pero poco o nada del Evangelio.
Pero también los que creen verdaderamente pueden predicar de una manera mediocre, e incluso mala. No hay forma de predecir en qué momento oirás predicar así. Hace unos doce años, en la Catedral Nacional de Washington, el Reverendo Jesse Jackson dio uno de los peores sermones que he oído nunca. Habló durante 45 minutos. ¿Alguien sabe de qué estaba hablando? Me fui.
A la inversa, en la misma Catedral de Washington poco tiempo después, pude escuchar uno de los mejores sermones que he oído nunca. Lo pronunció el Reverendo Michael Curry, de la Iglesia Episcopaliana, antes de ser obispo, con la pasión de los antiguos evangelizadores itinerantes de carpa, pero con una teología sólida, haciendo que la Escritura fuera real para sus oyentes.
La religión de los viejos tiempos sigue estando aquí, con nosotros. ¿Estás salvado? ¿Declaras que Jesucristo es tu salvador personal? ¿Has recibido el Espíritu Santo?" La intromisión y la exhibición pública, junto al drama extático, atentan contra mi sensibilidad. Pero ese estilo de predicación está vivo y goza de buena salud.
Actualmente, algunos de los perfiles más altos de predicadores del país corresponden a los guías de las megaiglesias sin denominación. Entre ellos destaca Joel Osteen, el popular proveedor de lo que se conoce como Prosperity Gospel [evangelio de la prosperidad]. Atrae a los oyentes con su ancha sonrisa, su bonito cabello y su aparente sinceridad. No es un buen predicador: es de guión, es firme, está formado en los medios de comunicación y repite como un mantra que Jesús te ama y por este motivo todo irá bien.
El Prosperity Gospel mezclado con psicología pop atrae: cuando vamos a la iglesia queremos que nos animen y sentirnos bien con nosotros mismos. El Sr. Osteen saca el máximo rendimiento a esto, enriqueciendo a su iglesia y a él mismo. Esto es cristianismo solamente de nombre en su máxima expresión, y vende porque es la salvación sin dolor y sin sufrimiento. Además hay canguro gratis, música estupenda y mucho café en el vestíbulo.
Pero la verdad es que el Sr. Osteen, como muchos predicadores, y en particular los que como nosotros estamos en las confesiones tradicionales, es realmente aburrido. Nuestro mensaje "Jesús te ama," aunque es verdad, no va muy lejos. Nuestro mensaje está estancado.
La Escritura tiene que revivir, prender fuego al corazón y tener significado en la vida de la gente para que aprendan a amar a Dios y crecer en la fe. Un predicador que sabe como dar un sermón así es el Papa Francisco. Ha cautivado la imaginación del mundo, en parte porque él vive el Evangelio, pero también porque ha entendido la brevedad y la relevancia.
Los aspectos más asombrosos de Francisco son su autenticidad y su habilidad para conectar apasionadamente con la gente. Claramente él cree lo que dice y hace lo que cree. Cada sacerdote, cada pastor debería aprender de él. Nuestra predicación tal vez mejoraría y quizá nosotros nos convertiríamos en mejores cristianos.
El reverendo J. Perry Smith, pastor episcopaliano (anglicanos de EEUU) semi-retirado y autor de "The Unlikely Priest" (Padre Nuestro Books, 2011) ha publicado un artículo en The Wall Street Journal señalando lo que ha aprendido de buenos y malos predicadores. De hecho, señala que pastores muy populares pueden ser predicadores muy malos. En cambio, alaba al Papa por sus homilías eficaces y directas.
— Los elementos estilísticos del sermón
"¡Un buen sermón!" es tal vez el peor elogio que puede recibir un predicador. Dicho por mera cortesía en el mejor de los casos, "un buen sermón" significa que lo que has dicho probablemente no ha sido escuchado, entendido o no era relevante.
"Tu sermón me ha emocionado o me ha desconcertado". "Me estabas hablando a mí". Estos son los elogios que nosotros, predicadores, queremos oír.
Incluso agradecemos un debate sobre el contenido del sermón porque demuestra que alguien estaba escuchando.
Predicar es realmente difícil, y muchos practicantes no tienen ni idea de lo que es meterse en la preparación de un sermón. Hay predicadores que esperan hasta el sábado por la noche por preparar sus sermones: o bien tienen mucho talento o son estúpidos y perezosos.
El fallecido Dunstan Stout, un sacerdote católico, capellán de la comunidad estadounidense en Ciudad de México, era el mejor predicador que he oído nunca. Le conocí a mediados de los años Sesenta; sus homilías duraban entre cuatro y seis minutos, eran contundentes e incluso recriminatorias y todos en la iglesia creían que les estaba hablando directamente a ellos. "Cualquier homilía que dure más de ocho minutos es demasiado larga", me dijo una vez. "Cualquier homilía que dure menos de cuatro minutos es demasiado corta. Una homilía o sermón debe centrarse en el Evangelio y debe ser relevante para los oyentes". Su regla final sobre la predicación era: "Nunca digas nada desde el púlpito que tú no creas".
Los predicadores, pasados y presentes, violan las reglas del padre Stout. Sospecho a veces que el problema de estos predicadores es la pérdida de fe en el Evangelio, por lo que recurren a sus propias ideas. Se oyen predicaciones sobre asuntos de justicia social y de política de todo tipo, pero poco o nada del Evangelio.
Pero también los que creen verdaderamente pueden predicar de una manera mediocre, e incluso mala. No hay forma de predecir en qué momento oirás predicar así. Hace unos doce años, en la Catedral Nacional de Washington, el Reverendo Jesse Jackson dio uno de los peores sermones que he oído nunca. Habló durante 45 minutos. ¿Alguien sabe de qué estaba hablando? Me fui.
A la inversa, en la misma Catedral de Washington poco tiempo después, pude escuchar uno de los mejores sermones que he oído nunca. Lo pronunció el Reverendo Michael Curry, de la Iglesia Episcopaliana, antes de ser obispo, con la pasión de los antiguos evangelizadores itinerantes de carpa, pero con una teología sólida, haciendo que la Escritura fuera real para sus oyentes.
La religión de los viejos tiempos sigue estando aquí, con nosotros. ¿Estás salvado? ¿Declaras que Jesucristo es tu salvador personal? ¿Has recibido el Espíritu Santo?" La intromisión y la exhibición pública, junto al drama extático, atentan contra mi sensibilidad. Pero ese estilo de predicación está vivo y goza de buena salud.
Actualmente, algunos de los perfiles más altos de predicadores del país corresponden a los guías de las megaiglesias sin denominación. Entre ellos destaca Joel Osteen, el popular proveedor de lo que se conoce como Prosperity Gospel [evangelio de la prosperidad]. Atrae a los oyentes con su ancha sonrisa, su bonito cabello y su aparente sinceridad. No es un buen predicador: es de guión, es firme, está formado en los medios de comunicación y repite como un mantra que Jesús te ama y por este motivo todo irá bien.
El Prosperity Gospel mezclado con psicología pop atrae: cuando vamos a la iglesia queremos que nos animen y sentirnos bien con nosotros mismos. El Sr. Osteen saca el máximo rendimiento a esto, enriqueciendo a su iglesia y a él mismo. Esto es cristianismo solamente de nombre en su máxima expresión, y vende porque es la salvación sin dolor y sin sufrimiento. Además hay canguro gratis, música estupenda y mucho café en el vestíbulo.
Pero la verdad es que el Sr. Osteen, como muchos predicadores, y en particular los que como nosotros estamos en las confesiones tradicionales, es realmente aburrido. Nuestro mensaje "Jesús te ama," aunque es verdad, no va muy lejos. Nuestro mensaje está estancado.
La Escritura tiene que revivir, prender fuego al corazón y tener significado en la vida de la gente para que aprendan a amar a Dios y crecer en la fe. Un predicador que sabe como dar un sermón así es el Papa Francisco. Ha cautivado la imaginación del mundo, en parte porque él vive el Evangelio, pero también porque ha entendido la brevedad y la relevancia.
Los aspectos más asombrosos de Francisco son su autenticidad y su habilidad para conectar apasionadamente con la gente. Claramente él cree lo que dice y hace lo que cree. Cada sacerdote, cada pastor debería aprender de él. Nuestra predicación tal vez mejoraría y quizá nosotros nos convertiríamos en mejores cristianos.
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