Thursday, February 19, 2015

El Papa no quiere sacerdotes «rígidos» ni «showman» en las homilías


El Papa Franciscono quiere sacerdotes «rígidos» pero tampoco «showman» en sus homilías. Así se lo ha pedido durante el tradicional encuentro de Cuaresma con el clero romano en el que ha entrado en el detalle sobre la actitud que debe adoptar un sacerdote cuando predica la homilía.

Por ello, les ha conminado a no ser ni «artificiales» en las homilías, al tiempo que les ha invitado a «recuperar la belleza» que provoca «estupor» en quien celebra la misa y en los fieles que participan. «Si soy excesivamente rígido, no dejo que se entre en el misterio. Si soy un showman, no dejo entrar en el misterio. Son dos extremos», ha explicado.

Así, ha recalcado que cuando un sacerdote se dispone a hacer la homilía durante la misa, «debe entrar en una atmósfera espontánea, normal, religiosa, pero no artificial».

Para el Pontífice argentino, sólo así se recupera «el estupor, ese que se siente en el encuentro con Dios». «Cuando se ve a un sacerdote que predica en modo sofisticado o artificial, que abusa de los gestos, no es fácil que se llegue a este estupor, esta capacidad de entrar en el misterio», ha sentenciado finalmente el Papa. «Celebrar --ha recordado Francisco-- es entrar y hacer entrar en el misterio. Es simple, pero es así».

Fuente: abc.es

Vittorio Messori lanza tres sugerencias a todos los sacerdotes para que sus homilías no aburran: simplificar, personalizar, dramatizar

Veinticinco de los 288 apartados de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium están consagrados a las homilías, un signo de la importancia que el Papa Francisco concede a la predicación en misa. De hecho, el 10 de febrero la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos presentó un Directorio Homilético de 150 páginas, que había sido solicitado por el sínodo de 2008, dedicado al a Palabra de Dios, como orientación a los sacerdotes para aprovechar mejor los sermones en beneficio de los fieles.

Un liturgista y un periodista

A esta cuestión dedica también Vittorio Messori su contribución al libro de Nicola Bux Cómo ir a misa y no perder la fe (Stella Maris), de reciente aparición. Messori es autor de dos históricos libros-entrevista: en 1984, el decisivo Informe sobre la fe, con el entonces cardenal Joseph Ratzinger; y en 1994, el libro-entrevista a San Juan Pablo II Cruzando el umbral de la esperanza, el primero que se hacía a un Papa. Considerado el escritor católico más traducido del último medio siglo, la labor periodística y ensayística a la que se ha consagrado desde su conversión se ha centrado en una apologética directa, fundamentada y entretenida.

Messori añade a Cómo ir a misa y no perder la fe precisamente el capítulo sobre "El problema de la homilía", esto es, el estado de desconexión (o, peor aún, de incomprensión; o, peor aún, de irritación) en la que muchos fieles entran en cuanto el sacerdote empieza a hablar. No necesariamente la responsabilidad es del predicador, y por eso Messori se excusa admitiendo que es sólo un laico opinando de asunto ajeno. Pero también recuerda sus décadas de oficio "vendiendo palabras" como periodista y escritor... y ciertamente no le ha ido mal.

Tanto Nicola Bux como Vittorio Messori han defendido la hermenéutica de la continuidad de Benedicto XVI, que se plasma en este libro para los aspectos litúrgicos.

En realidad, sostiene, las bases de una buena homilía son las de cualquier comunicación, y las sintetiza en "tres verbos: simplificar, personalizar y dramatizar".

El consejo de Doña Margherita

Cuenta Messori que Don Bosco, sacerdote bastante culto, predicaba siempre con gran sencillez. Había "truco": cada una de sus homilías, tan celebradas, pasaba el filtro de Doña Margherita, su madre, que apenas tenía estudios. Lo que ella no entendía, lo cambiaba hasta que lo entendiese. La costumbre empezó en una ocasión en la que le dio a leer el texto, y la mujer le preguntó qué significaba la palabra "clavígero", con la que el santo designaba a San Pedro. "El que lleva las llaves", respondió el fundador salesiano. "¿Por qué, entonces, no lo llamas así?", replicó la mamma.

Simplificar no es sólo cuestión de lenguaje: también de método. Messori aconseja que el sacerdote reduzca a una ("una -y sólo una-") las ideas que quiere transmitir, a uno ("¡uno, sólo uno!") los argumentos que aborde.

Con todo, la simplificación no implica racionalizar el discurso y eliminar el misterio, que es inherente a la fe: "Las ideas claras y el lenguaje igualmente claro del predicador conviven, necesariamente, con lo inefable (es decir, con aquello que, por su esencia, no se puede expresar) y con el símbolo, instrumento privilegiado con el cual es posible por lo menos aludir a dichas realidades".

Contar historias y apuntar al adversario

Personalizar y dramatizar: contar historias, implicarse en ellas y convertirlas en escenario de un combate en el cual señalar el campo propio y el ajeno. En resumen: huir de la abstracción, que aleja al oyente de lo que se le está contando.

Messori aconseja arriesgarse a usar el "yo": "Los más eficaces de los anunciadores cristianos son quienes no han buscado ser «autores», sino hombres, testigos, a través precisamente de la temeridad de decir «yo»". Y cita el caso de obras clásicas como las Confesiones de San Agustín, los Pensamientos de Blaise Pascal o el Diario de Sören Kierkegaard.

Y ¿por qué dramatizar? Esto es, ¿por qué "proponer lo que se debe pensar, narrando (o mejor, mostrando) lo que se debe hacer", y además apuntar al adversario? Porque en el fondo del corazóln humano hay una necesidad "de antagonismo, de choque, de beligerancia". Hay que incitar al bien señalando el mal. Los partidos amistosos, subraya Messori, aburren.

Para enmarcar

En resumen, concluyen estas páginas finales de Cómo ir a misa y no perder la fe: "Querer comunicar sin simplificar puede confundir en lugar de iluminar; olvidarse de personalizar lleva a la insignificancia de ideas que resbalan por la roca y no van a lo profundo; sin dramatizar, se consigue un discurso que, a falta de adversario, ya no es humano; se afloja, provocando no la atención y la pasión, sino las miradas al reloj para ver si la predicación está ya a punto de acabar.

Fuente: religionenlibertad.com

Monday, February 16, 2015

Del escándalo de la Eucaristía: hoy, "esto es mi sangre", por Luis Antequera

Hablábamos ayer del escándalo que el mensaje eucarístico de Jesús representó entre sus contemporáneos: “Discutían entre sí los judíos y decían: ‘¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?’” (Jn. 6, 52).

Y decíamos que en la institución de la eucaristía había aún un elemento de escándalo mayor para un judío que la mera propuesta de sustituir el cordero pascual de la Antigua Alianza, por el cuerpo de un hombre, -aunque ese hombre fuera Cristo-, de la Nueva Alianza. Pues bien, ese elemento no es otro que la propuesta de Jesús de ingerir no sólo su cuerpo, sino lo que es aún peor… ¡¡¡su mismísima sangre!!!

Se podrá pensar que es una tontería, y que entre la ingesta de la sola carne y la de la carne y la sangre, no va nada. Pues bien, no. Y es que la sola posibilidad de alimentarse de la sangre de un ser vivo es para un judío algo más repugnante e inconcebible de lo que nadie pueda imaginar.

Las veces que el Antiguo Testamento prohíbe semejante práctica son incontables. Sin ánimo de ser exhaustivos, -porque aunque vamos a presentar varias aún hay muchas más-, ahí van algunas. Así, el libro del Génesis: “Sólo dejaréis de comer la carne […] con su sangre” (Gn 9, 4).

Y también el Exodo, que lo hace varias veces:

“El día diez de este mes cada uno tomará una res por familia […] Congregada toda la comunidad de Israel, la inmolará al atardecer. Tomaréis luego la sangre y untaréis las dos jambas y el dintel de las casas donde la comáis. Esa noche comeréis la carne […] Es la Pascua de Yahvé” (Ex. 12, 3-11).

“No ofrecerás la sangre de mi sacrificio junto con pan fermentado” (Ex. 23, 18).

En idéntico sentido se expresa el Levítico:

“Cuando alguno de vosotros presente a Yahvé una ofrenda […] si su ofrenda es un holocausto de ganado mayor […] los sacerdotes, ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar que está a la entrada de la Tienda del Encuentro […]. ‘Si su ofrenda es un holocausto de ganado menor, de ovejas o cabras […] los sacerdotes hijos de Aarón derramarán la sangre alrededor del altar […]. ‘Si su ofrenda a Yahvé es un holocausto de aves […] el sacerdote la ofrecerá en el altar, le quitará la cabeza y la quemar en el altar; su sangre será exprimida contra la pared del altar” (Lev. 1, 1-15).

Que lo explicita con toda claridad:

“Ésta es una ley perpetua, de generación en generación, dondequiera que habitéis: no comeréis nada de grasa ni de sangre” (Lev. 3, 15).

Y otra vez:

“La grasa de animal muerto o destrozado podrá servir para cualquier uso, pero en modo alguno la comeréis. Porque todo aquel que coma grasa de animal que suele ofrecerse como manjar abrasado a Yahvé, será excluido de su pueblo. Tampoco comeréis sangre, ni de ave ni de otro animal, en ninguno de los lugares en que habitéis. Todo el que coma cualquier clase de sangre será excluido de su pueblo” (Lev. 7, 24-27).

Y otra:

“Por eso tengo dicho a los israelitas: Ninguno de vosotros comerá sangre; ni tampoco comerá sangre el forastero que reside entre vosotros” (Lev. 17, 12).

Y otra:

“No comáis nada con sangre” (Lv. 19, 26).

A mayor abundamiento, lo hace también el Deuteronomio:

“Sólo la sangre no la comeréis” (Dt. 12, 16).

Y de nuevo:

“Sólo la sangre no la comerás; la derramarás por tierra como agua” (Dt. 15, 23).

La cosa es tan grave que en el Nuevo Testamento, concretamente en los Hechos de los Apóstoles, hallamos todavía rastros de la prohibición. Y es que cuando tras el Concilio de Jerusalén que celebran los apóstoles a petición de Pablo hacia el año 47, se decide qué hacer con los nuevos prosélitos que no provienen del mundo de la circuncisión, después de eximirles del cumplimiento de la Ley, de acudir al templo, de cumplir con el sabbat, de ser circuncidados, es decir, de ser judíos, todavía se les exige una condición, la única, para aceptarlos en comunión.

“Que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la impureza, de los animales estrangulados y de la sangre” (Hch. 15, 29).

Y todo ello ¿por qué? Pues bien, por una razón muy clara: porque para los judíos, para la Biblia en definitiva, la sangre es el alma, la sangre es la vida. Bien claro lo dice el Génesis: “Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir, con su sangre” (Gn. 9, 4).

Y también el Levítico:

“Porque la vida de toda carne está en su sangre. Por eso mandé a los israelitas: No comeréis la sangre de ninguna carne, pues la vida de toda carne está en su sangre. Quien la coma, será excluido” (Lev. 17, 14)

Pero con toda claridad el Deuteronomio:

“Cuidado con comer la sangre, porque la sangre es el alma, y no puedes comer el alma con la carne” (Dt. 12, 23).

Lo que en definitiva quiere decir que el nuevo sacrificio que Jesús propone en la Eucaristía de la Nueva Alianza, no sólo implica la sustitución del objeto del sacrificio, el cordero pascual, por su propia persona. Sino lo que probablemente es aún más transgresor para sus contemporáneos: el consumo o ingesta no sólo de la carne del objeto del holocausto, sino también de su alma, de su vida... ¡de su sangre! Cobran entonces todo sentido las palabras de Jesús:

“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn. 6, 53).

Un aspecto que en modo alguno se ha de considerar casual en el mensaje de Jesús, perfecto conocedor de las Escrituras, sino que, bien por el contrario, se ha de reputar total y absolutamente deseado, buscado y premeditado.

Fuente: religionenlibertad.com

Del escándalo de la Eucaristía: hoy, "esto es mi cuerpo", por Luis Antequera

Lo ha reconocido el propio Papa en su homilía pronunciada desde el balcón del Palacio Apostólico de Castelgandolfo, el pasado domingo 26, al comentar el escándalo que la institución de la eucaristía por Jesús produjo entre sus propios discípulos. “Una reacción, -dice el Papa-, que Cristo mismo provocó conscientemente”.

Se refería Benedicto XVI al pasaje en el que el evangelista Juan (y sólo Juan) nos relata lo ocurrido cuando Jesús se propone como pan de vida para la salvación:

“Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: ‘Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?’ […] Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn. 6, 60-66).

Ahora bien, ¿en qué consistió (desde el punto de vista histórico) el escándalo de la propuesta que realizaba Jesús al instituir la eucaristía? ¿Por qué incluso hubo discípulos que al oír que Jesús les proponía comer su carne y beber su sangre hasta le abandonaron?

Para responder a la pregunta enunciada, es preciso dar respuesta antes a otras, y entre ellas, a estas dos: ¿por qué propone Jesús comer su cuerpo? ¿Qué sentido tenía dicha propuesta?
 
Pues bien, al ofrecer su cuerpo como alimento, Jesús no hace otra cosa que proponerse como sacrificio expiatorio en sustitución del cordero que desde los tiempos de la huída de Egipto constituía el sacrificio expiatorio de los judíos a Dios. Jesús en definitiva, propone el final de la Antigua Alianza, aquélla que sella Dios con Abraham y cuyo signo es la circuncisión:

“Dijo Dios a Abrahán: ‘Guarda, pues, mi alianza, tú y tu posteridad, de generación en generación. Ésta es mi alianza que habéis de guardar entre yo y vosotros -también tu posteridad-: Todos vuestros varones serán circuncidados. Os circuncidaréis la carne del prepucio, y eso será la señal de la alianza entre yo y vosotros’” (Gn. 17, 9-11)

Alianza que es la misma que la que se celebra anualmente con el sacrificio del cordero en la Pascua:

“Este día será memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta a Yahvé; de generación en generación como ley perpetua, lo festejaréis” (Ex. 12, 14).

Ya que precisamente en cumplimiento de la Alianza, Yahveh liberó a los judíos del yugo egipcio:

“Como los israelitas gemían y se quejaban de su servidumbre, el clamor de su servidumbre subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob” (Ex. 2, 23-24).

Pues bien, en la Nueva Alianza que propone Jesús, el objeto del sacrificio ya no es el cordero, sino él mismo. De manera muy clara lo expone con estas palabras que recoge Lucas: “Esta copa es la nueva Alianza” (Lc. 22, 20)

Palabras que son idénticas a las que recoge Pablo (ver 1Co. 11, 24), y muy parecidas aunque no idénticas a las que recogen Mateo (Mt. 26, 28) y Marcos (Mc. 14, 24).

Si sólo la sustitución del objeto del sacrificio que representa el cordero habría resultado per se suficiente motivo de escándalo a oídos de los puritanos y escrupulosos judíos… imagínense Vds. que para dicha sustitución no se propone un buey, o unas tórtolas, no… ¡¡¡sino la carne del mismísimo maestro!!!... en lo que fuera de las connotaciones más o menos espirituales de la cuestión, y sin entrar en cuestiones tales como la consustanciación o la transustanciación que serán objeto de muy posteriores cábalas, no pasa de parecer sino un ejercicio de auténtica antropofagia.

Esto es tanto así que precisamente ésa, la de antropofagia, será una de las principales acusaciones de las que tengan que defenderse los cristianos durante muchos siglos de su historia, todos aquellos que dura su persecución. Así nos lo confirman, entre otros muchos textos, las actas martiriales de San Potino, uno de los mártires de Lyon, en las que leemos: “Los enemigos de nuestra religión nos inventaron que nosotros éramos unos antropófagos que comíamos carne humana”.

O las de Atalio, en las que se lee como mientras atado a la silla de hierro sus miembros eran abrasados, increpa a su verdugos: “Esto es comer carne humana; lo que vosotros hacéis: pero nosotros no comemos hombres ni cometemos ninguna otra clase de crimen”.

Lean Vds. estas palabras de Pablo en su Carta a los Romanos.

“Si por un alimento tu hermano se entristece, tú no procedes ya según la caridad. ¡Que por tu comida no destruyas a aquel por quien murió Cristo! Por tanto, no expongáis a la maledicencia vuestro privilegio [¿la Eucaristía?]. Que el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Pues quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres. Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación. No vayas a destruir la obra de Dios por un alimento. Todo es puro, ciertamente, pero es malo comer dando escándalo. Lo bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída o tropiezo” (Ro. 14, 15-21).

¿Acaso no es una posible interpretación de las mismas la gran dificultad que hallaban los primeros misioneros cristianos en explicar la institución eucarística a los nuevos adeptos? ¿Acaso no es posible que el pragmático Pablo, el mismo que ya había sido capaz de conseguir que el nuevo credo rompiera con la estricta práctica de la circuncisión, no está precisamente proponiendo a los misioneros cristianos la paciencia como método para explicar un aspecto tan difícil de asimilar como el de la eucaristía?

Los evangelistas no revelan la reacción que la “extraña” propuesta de Jesús produjo a los apóstoles cuando éste la realiza en el curso de la que constituye su última cena con ellos. Uno de ellos sin embargo, bien que sólo uno, Juan, sí nos deja constancia, como vemos arriba y como el mismo Papa nos recuerda, de la sorpresa que, si no propiamente entre los apóstoles, sí produjo entre sus contemporáneos: “Discutían entre sí los judíos y decían: ‘¿Cómo puede éste [sic] darnos a comer su carne?’” (Jn. 6, 52).

Pónganse por un momento en el pellejo de quienes escuchaban a Jesús, y traten de imaginar la sorpresa que semejante propuesta les habría producido a Vds. mismos.

La cosa no se detiene aquí, sino que va aún más lejos. Y es que Jesús no sólo propone sustituir el objeto del sacrificio y presenta su propia carne como nuevo objeto del mismo. Sino que por si ello no fuera suficiente, propone también incorporar al nuevo sacrificio un elemento que hasta ese momento había quedado siempre fuera de él.

Ahora bien amigo lector, por hoy, como otras veces les digo, hemos tenido ya bastante, y me reservo la sorpresa para mañana. Así que por aquí les veo, para que sigamos descubriendo juntos el escándalo que entre sus compatriotas judíos produjo la curiosa propuesta eucarística de Jesús.

Fuente: religionenlibertad.com

Del agua bendita, una reseñita histórica, por Luis Antequera

La práctica de bendecir el agua forma parte, junto con las bendiciones en general, de lo que técnicamente hablando se da en llamar sacramentales, que el Catecismo de la Iglesia Católica define así:

“Signos sagrados con los que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida” (núm. 1667).

En el Catecismo, y dentro precisamente del artículo que se dedica a las sacramentales, existe una única mención del agua bendita, que es la que hace su número 1668, a saber:

“Comprenden siempre una oración, con frecuencia acompañada de un signo determinado, como la imposición de la mano, la señal de la cruz, la aspersión con agua bendita (que recuerda el Bautismo)”.

Pero para llegar a la concepción eminentemente espiritual que le conocemos hoy, la práctica del agua bendita ha pasado por varias vicisitudes, por lo menos dos concretamente: su utilización como instrumento de las abluciones corporales, y su uso como instrumento de sanación.

Por lo que se refiere al primero de los aspectos, su uso para la limpieza y purificación del cuerpo antes de entrar en contacto con las cosas sagradas, es una práctica que nada debería tener de extraña en el cristianismo, en cuanto estrechamente vinculada con su herencia judía. Esto dice el libro del Exodo:

“Situó la pila entre la Tienda del Encuentro y el altar, y echó en ella agua para las abluciones; Moisés, Aarón y sus hijos se lavaron en ella las manos y los pies. Siempre que entraban en la Tienda del Encuentro y siempre que se acercaban al altar, se lavaban, como Yahvé había mandado a Moisés” (Ex. 40, 30-32).

Una obligación que es extensiva, por lo menos, a todo el servicio del templo, el que conforman todos los miembros de una de las doce tribus, la de los levitas:

“Pon a los levitas aparte del resto de los israelitas y purifícalos. Para esta purificación harás con ellos de la siguiente manera: los rociarás con agua lustral; se rasurarán ellos todo el cuerpo, lavarán sus vestidos y así quedarán purificados” (Lv. 8, 6-7).

Del judaísmo la práctica pasa directamente al islam, donde se recoge varias veces en el Corán, que incluso distingue entre diferentes tipo de ablución:

“Cuando os dispongáis a rezar, lavaos la cara, las manos y los brazos hasta los codos, y pasaos las manos mojadas ligeramente por la cabeza, y lavaos los pies hasta los tobillos” (C. 5, 6).

Lo cierto, sin embargo, volviendo al cristianismo, es que ni los documentos canónicos ni otros documentos tempranos del cristianismo como notablemente la Didaché, -breve texto del s. II que se centra justamente en las prácticas litúrgicas de los primeros cristianos-, se detienen en este uso “ablucional” del agua entre los cristianos. Bien significativo resulta al respecto, el tratamiento que el evangelista Marcos da al tema como algo ajeno y extraño a los primeros cristianos, y posiblemente hasta uno de los campos (como también lo fue el sabbat) en los que Jesús más duramente se empleará contra sus contemporáneos fariseos.

“Los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas” (Mc. 7, 3-4).

Lo cierto es que entre los cristianos el uso “ablucional” del agua parece restringirse al ministro del sacramento eucarístico, esto es, el sacerdote, lo cual retrotrae su aparición a la del orden sacerdotal tal cual lo conocemos hoy día. Todo un tema al que también al que dedicaremos algún día un capítulo en esta columna, pues lo cierto es que entre los primeros cristianos, el oficio de la eucaristía no lo desarrolla un sacerdote, sino cualquier cristiano en su casa.

Por lo que hace al segundo uso del agua bendecida, su utilización en la curación de enfermedades, el Pontifical o Scrapion de Tumis, un obispo del siglo IV, recoge ya una bendición del aceite y agua durante la misa destinada a tal efecto:

“Invocamos sobre esta agua y este aceite el Nombre de Aquél que sufrió, que fue crucificado, que resucitó de entre los muertos y que está sentado a la derecha del Padre. Concede a estas criaturas el poder de sanar; que todas las fiebres, todos los malos espíritus y todas las dolencias huyan de quien tome esta bebida o sea ungido con ella, y que sea un remedio en el Nombre de Jesucristo, tu único Hijo.”

Texto que tiene de interesante que en él aparecen vinculados por un lado la bendición del aceite, estrechamente relacionado con lo que luego constituirá el sacramento de la unción de enfermos, y por otro la bendición del agua, que terminará vinculada al sacramental del agua bendita.

San Gregorio de Tours (538-594) en De gloria confessorurii, habla del ermitaño Eusitio que curaba las fiebres cuartanas con agua que él mismo bendecía, cosa parecida a lo que según sostenía, hacían San Martín o San Julián.

En cuanto a la tercera de las finalidades de las que hablamos arriba, la estrictamente espiritual y sacramental que le vemos revestir hoy, lo cierto es que no parece surgir sino hacia finales del s. IV o principios del s. V. Las importantes Constituciones Apostólicas, una colección de ocho libros compuestos de tratados independientes sobre disciplina, culto y doctrina cristianos, redactadas hacia el año 400 y destinadas a servir como manual de orientación para el clero y hasta para los laicos, atribuye el uso del agua bendita al apóstol San Mateo.

En su Historia de la Iglesia escrita en el primer cuarto del s. V, Teodoreto (393-h.460) afirma que Marcelo, Obispo de Apamea, santificó el agua por la señal de la cruz (op. cit. 5, 21). Una carta de Sinesio (370-414) alude específicamente al “agua lustral colocada en el vestíbulo del templo”. Balsamon nos cuenta que en la Iglesia griega se bendecía agua al comienzo de cada mes lunar, en una costumbre que nos pone una vez más en contacto con esa recurso evangelizador tan propio del cristianismo como es el sincretismo, por el que se cristianizaban fiestas, lugares y prácticas paganas precristianas. El Papa San León IV (847-855) ordena que cada sacerdote bendiga agua cada domingo. Hincmar de Reims en su Capitula synodalia da las siguientes instrucciones:

“Cada domingo, antes de la celebración de la Misa, el sacerdote bendecirá agua en su iglesia […]. Cuando la gente entre a la iglesia será rociada con esta agua, y los que deseen se pueden llevar alguna en vasijas limpias para que rocíen sus casas, campos, viñedos y ganado”.

Santa Teresa (1515-1582), por su parte, utiliza el agua bendita con una finalidad muy personal: “Sé por propia experiencia que no hay nada que eche a volar al diablo como el agua bendita”.

Por lo que se refiere a la generalización de la práctica y su anexión al templo cristiano, y aunque determinados receptáculos presentes en cementerios (Chiusi, cementerio de Calixto) y catacumbas (San Saturnino) pudieron servir como pilas de agua bendita, la práctica no se consolida en occidente hasta el s. XI. Por cierto que vino muy unido al fenómeno de pilas reservadas para grupos determinados, sobre todo clérigos, o como es comprensible, leprosos, cosa patente en Saint Savin en los Pirineos, o Milhac de Coutron en la Dordoña.Y es que, de hecho, uno de los debates a los que el agua bendita viene irremisiblemente unida es el de la expansión y contagio de enfermedades, y todos recordamos aún como durante la alarma que produjo la aparición de la gripe A durante el año 2009, muchas iglesias retiraron el agua de sus jofainas.

Ha sido también frecuente que el agua bendita no se tomara directamente de la pila, sino por medio de un aspersorio o rociador, sujeto a ella con una cadenita al modo en que se hace con los bolígrafos en las ventanillas de los bancos. A tal propósito se utilizaban ramas de laurel, hisopo, palmera o boj, o mangos terminados en mechones, incluso el rabo de un zorro.

El arzobispo de Milán San Carlos Borromeo (1538-1584) da las siguientes instrucciones:

“La pila de agua bendita será de mármol o de piedra sólida, ni porosa ni con grietas. Se apoyará sobre una columna espléndidamente labrada y no deberá colocarse fuera de la iglesia sino dentro y, en la medida de lo posible, a la derecha de los que entren. Habrá una en la puerta por donde entran los hombres y otra en la puerta de las mujeres. No estarán pegadas a la pared sino separadas de ella tanto como sea conveniente. Una columna o base las sostendrá y no debe representar algo profano. Un aspersorio estará unido por una cadena a la vasija, la cual será de latón, marfil o algún otro material artísticamente trabajado”.

Fuente: religionenlibertad.com

Del agua que el sacerdote mezcla con el vino en la Eucaristía, por Luis Antequera

Vamos a dedicar unas líneas al del agua que mezclada con el vino, se consagra en el sacrificio que se rememora en la Misa.

Se sabe que el citado ritual se celebra desde tiempos muy remotos de la vida de la Iglesia, si bien no se conocen bien los pormenores de su aparición. Una cosa está clara: durante la institución de la eucaristía, Jesús sólo consagró vino, y en ninguno de los cuatro evangelios, -o por mejor decir, de los tres sinópticos, pues Juan no relata la institución de la eucaristía con ocasión de la última cena que Jesús celebra con los apóstoles-, se dice que añadiera agua al cáliz.

En una de sus Epístolas (Ep. 13, 13) San Cipriano ve en el rito una analogía a la unión de Cristo con sus fieles.

El Concilio de Trento en su documento De Missa que dedica a la misa, publicado en su duodécima sesión, establece, y así es generalmente aceptado, que es una referencia al flujo de agua que junto con su sangre manó del costado de Cristo, un detalle en el que repara en su Evangelio Juan y sólo Juan:

“Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn. 19, 33-34).

Y que por otro lado, es perfectamente consistente desde el punto de vista científico.

Agua, esa que emana del costado de Cristo dela cual la Iglesia, como dispensadora que es de los sacramentos, es formada, según se señala en Trento, como nueva Eva del costado del nuevo Adán.

Durante mucho tiempo se mantuvo en la Iglesia Ortodoxa Griega la práctica de verter un poco de agua caliente en el cáliz antes de la comunión, costumbre que se halló entre las prácticas que sirvieron para las disputas litúrgicas entre las iglesias orientales y las occidentales, las cuales terminaron, como se sabe, con el Cisma ortodoxo que ha llegado a nuestros días.

Fuente: religionenlibertad.com

De la misa del sábado para el domingo, por Luis Antequera

La posibilidad de escuchar la misa dominical de los días de precepto durante la tarde del día anterior se recoge ya en el Código de Derecho Canónico de 1983, no recogiéndose en cambio en su predecesor de 1917. Leemos en el actualmente vigente:

“1248 § 1. Cumple el precepto de participar en la Misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde”.

El Catecismo de 1997 vuelve a incidir en la cuestión:

“El mandamiento de la Iglesia determina y precisa la ley del Señor: “El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa.” “Cumple el precepto de participar en la misa quien asiste a ella dondequiera que se celebre en un rito católico tanto el día de la fiesta como en el día anterior por la tarde”” (artículo 2180).

La costumbre es muy reciente, y está indudablemente relacionada con los cambios producidos en la liturgia por el Concilio Vaticano II en cuya “Constitución sobre la Sagrada liturgia” podemos leer:

“Revísese el año litúrgico de manera que, conservadas o restablecidas las costumbres e instituciones tradicionales de los tiempos sagrados de acuerdo a las circunstancias de nuestra época, se mantenga su índole primitiva para que alimente debidamente la piedad de los fieles en la celebración de los misterios de la redención cristiana, muy especialmente el del misterio pascual”.

Artículo que por lo que a la misa se refiere se vio cumplimentado en el llamado “Missale romanum” de 3 de abril de 1969, publicado mediante la “Celebrationis Eucharisticae”, de 26 de marzo de 1970, ambos de Pablo VI.

Para que la misa del día anterior sea válida como misa dominical o de fiesta de precepto, ha de celebrarse por la tarde (sin que hasta donde uno conoce se defina en documento alguno cuando comienza esa tarde) y contener la liturgia y las lecturas de la misa dominical. Leemos en el documento “Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el calendario” emitido también en 1970, también durante el pontificado de Pablo VI:

“13. Las fiestas se celebran dentro de los límites del día natural, por lo tanto, no tienen primeras Vísperas, a no ser que se trate de fiestas del Señor que coincidan en un domingo ordinario o del tiempo de Navidad y sustituyan el Oficio de éstos”.

Como ejemplo clásico de misa del sábado o la víspera no válida como misa dominical se suele mencionar la celebración de una boda en sábado.

Aunque como se ha dicho, la costumbre de celebrar la misa dominical o de precepto en la tarde del día anterior es relativamente temprana, sí es antigua en la liturgia cristiana la celebración de ciertas vigilias, como por ejemplo las correspondientes a Pentecostés, a la Navidad, a la Pascua... Unas misas de vigilia probablemente relacionadas con el cómputo que en el judaísmo se hace del día, el cual, como se sabe comienza y termina no a medianoche sino al caer la tarde. Pero por más que puedan asemejarse una costumbre y otra, en realidad nada tienen que ver entre sí en la tradición eclesiástica. En el idioma inglés se distingue perfectamente entre una celebración y otra, llamándose vigil mass a la que corresponde a esas vigilias especiales y tradicionales de la Iglesia, y anticipatory mass a la que se vincula a la posibilidad de cumplir con la obligación de las misas de precepto durante la tarde del día anterior.

Fuente: religionenlibertad.com

De la edad de la primera comunión según la Iglesia, por Luis Antequera

Nos adentramos en las fechas en las que se produce el acceso de tantos niños a su primera eucaristía, momento oportuno para preguntarse por el porqué de que los católicos celebren su primera eucaristía a la edad en que lo hacen y no en otra cualquiera. Y es que dicha edad no es cosa que haya quedado al albur de las circunstancias sin mayor pronunciamiento de la Iglesia.

Pues bien, sobre el tema, el documento que rige aún hoy, más de un siglo después de haber sido publicado, es el Decreto de San Pío X sobre la edad para la primera comunión de 8 de agosto de 1910 mediante la encíclica “Quam Singulari” en la que el último de los papas santos hasta la fecha, marca lo siguiente:

“I) La edad de la discreción, tanto para la confesión como para la Sagrada Comunión, es aquella en la cual el niño empieza a raciocinar; esto es, los siete años, sobre poco más o menos. Desde este tiempo empieza la obligación de satisfacer ambos preceptos de Confesión y Comunión.

II) Para la primera confesión y para la primera Comunión, no es necesario el pleno y perfecto conocimiento de la doctrina cristiana. Después, el niño debe ir poco a poco aprendiendo todo el Catecismo, según los alcances de su inteligencia.

III) El conocimiento de la religión, que se requiere en el niño para prepararse convenientemente a la primera Comunión, es aquel por el cual sabe, según su capacidad, los misterios de la fe, necesarios con necesidad de medio, y la distinción que hay entre el Pan Eucarístico y el pan común y material, a fin de que pueda acercarse a la Sagrada Eucaristía con aquella devoción que puede tenerse a su edad”.

De que el Decreto sigue plenamente en vigor da buena prueba la declaración realizada por el Prefecto de la Congregación para el Culto Divino Card. Antonio Cañizares con motivo del primer centenario de la “Quam singularis” hace dos años, donde afirma:

“Los niños viven inmersos en mil dificultades, envueltos en un ambiente difícil que no les favorece ser lo que Dios quiere de ellos, muchos, víctimas de la crisis de la familia. En ese clima aún les es más necesario el encuentro, la amistad, la unión con Jesús, su presencia y su fuerza. Son, por su alma limpia y abierta, los mejor dispuestos, sin duda, para ello. El centenario del decreto Quam singulari es una ocasión providencial para recordar e insistir en el tomar la primera comunión cuando los niños tengan la edad del uso de razón, que hoy, incluso, parece anticiparse. No es recomendable, por ello, la práctica que se está introduciendo cada día más de alargar la edad de la primera comunión. Al contrario, es aún más necesario el adelantarla”.

Y aún del propio Pontífice Benedicto XVI quien pocos días después afirmaba en una catequesis referida al Papa de la “Quam singulari”:

“Por esto recomendó [s. Pío X] acercarse a menudo a los Sacramentos, favoreciendo la frecuencia cotidiana a la Santa Comunión, bien preparados, y anticipando oportunamente la Primera Comunión de los niños hacia los siete años de edad, ‘cuando el niño comienza a razonar’”.

Fuente: religionenlibertad.com

¿Siempre se hizo la primera comunión hacia los siete años?, por Luis Antequera

Veíamos hace unos días que los criterios a seguir en lo relativo a la edad para la celebración de la primera comunión quedaban establecidos en la encíclica “Quam Singulari” de 8 de agosto de 1910 que recogía el Decreto de San Pío X sobre la edad para la primera comunión. La pregunta hoy es, ¿pero fue siempre así en la vida de la Iglesia?

La respuesta no es difícil de obtener, pues un detallado repaso al tema se contiene en la misma encíclica aludida.

“La Iglesia católica, ya desde sus principios, tuvo cuidado de acercar los pequeñuelos a Cristo por medio de la Comunicación eucarística, que solía administrarles aun siendo niños de pecho. Esto, según aparece mandado en casi todos los rituales anteriores al siglo XIII, se hacía en el acto del bautismo, costumbre que en algunos sitios perseveró hasta tiempos posteriores; aun subsiste entre los griegos y los orientales. Y, para alejar el peligro de que, concretamente, los niños de pecho arrojasen el Pan consagrado, desde el principio se hizo común la costumbre de administrarles la Sagrada Eucaristía bajo la especie de vino.”

Como tantas cosas cíclicas como en la vida existen, después de tan expeditiva y tempranera manera de hacer acceder a los niños al cuarto de los sacramentos, posteriormente se adoptó la costumbre de hacerlo mucho más tarde. S. Pío X nos dice también cómo tuvo lugar el cambio:

“Esta costumbre desapareció más tarde en la Iglesia latina y los niños no eran admitidos a la Sagrada Mesa hasta que el uso de la razón estuviera de algún modo despierto en ellos y pudieran tener alguna idea del Augusto Sacramento. Esta nueva disciplina, admitida ya por varios sínodos particulares, fue solemnemente sancionada por el Concilio general cuarto de Letrán, en el año 1215, promulgando su célebre canon número 21, por el cual se prescribe la confesión sacramental y la Sagrada Comunión a los fieles que hubiesen llegado al uso de la razón”.

Como bien afirma el Santo Pontífice “el Concilio de Trento, sin reprobar la antigua disciplina de administrar la Sagrada Eucaristía a los niños antes del uso de la razón, confirmó el decreto de Letrán”.

Pero no siempre “primera confesión” y “primera comunión” fueron de la mano:

“Hubo quienes sostuvieron que la edad de la discreción era distinta, según se tratase de recibir la Penitencia o la Comunión. Para la Penitencia juzgaron ser aquella en que se pudiera distinguir lo bueno de lo malo, y en que, por lo mismo, se podía pecar; pero para la Comunión exigían más edad, en la que se pudiese tener más completo conocimiento de las cosas de la fe y una preparación mayor. Y así, según las diferentes costumbres locales y según las diversas opiniones, se fijaba la edad de la primera Comunión en unos sitios a los diez años o doce, y en otros a los catorce o aún más”.

Algo que constituye un error:

“El Concilio de Letrán exige sólo una misma edad para uno y otro sacramento, al imponer conjuntamente el precepto de confesar y comulgar. Y si para la confesión se juzga que la edad de la discreción es aquella en que se puede distinguir lo bueno de lo malo, es decir, en la que se tiene algún uso de razón, para la Comunión será aquella en que se pueda distinguir el Pan Eucarístico del pan ordinario: es la misma edad en que el niño llega al uso de su razón”.

De que tal continúa siendo la costumbre al ocaso de la Edad Media y en los inicios del Renacimiento da buena cuenta la opinión de los mejores pensadores cristianos, por cierto, muchos de ellos españoles:

“Tenemos, además, como testigo de suma autoridad, a Santo Tomás de Aquino, que dice: ‘Cuando los niños empiezan ya a tener algún uso de razón, de modo que puedan concebir devoción a este sacramento (de la Eucaristía), entonces pueden ya recibirle’. Lo cual explana así Ledesma: ‘Digo, fundado en unánime consentimiento, que se ha de dar la Eucaristía a todos los que tienen uso de razón, aunque lleguen muy pronto a este uso de razón, y a pesar de que el niño no conozca aún con perfecta claridad lo que hace’. El mismo lugar explica Vásquez con estas palabras: ‘Desde el momento en que el niño llega al uso de razón queda obligado, por derecho divino, de tal manera que no puede la Iglesia desligarle de un modo absoluto’. Lo mismo enseña San Antonino: ‘Cuando el niño es capaz de malicia y puede, por lo mismo, pecar mortalmente, queda por esto obligado a la confesión y, por consiguiente, a la Comunión’”.

Si bien hacia el s. XIX la edad de la primera comunión vuelve a retrasarse, algo contra lo que lucha la Magistratura:

“Y así el Papa Pío IX, de f. m., en la carta del Cardenal Antonelli a los Obispos de Francia, fechada el 12 de marzo del año 1866, reprobó severamente la costumbre que se introducía en algunas diócesis de retardar la primera Comunión hasta una edad más madura y predeterminada. La Sagrada Congregación del Concilio, el día 15 de marzo de 1851, corrigió un capítulo del Concilio Provincial de Ruán, que prohibía a los niños recibir la Comunión antes de cumplir los doce años. Con igual criterio se condujo esta Sagrada Congregación de Sacramentos en la causa de Estrasburgo, el día 25 de marzo de 1910, en la cual se preguntaba si se podían admitir a la Sagrada Comunión los niños de catorce o de doce años, y resolvió: “Que los niños y las niñas fuesen recibidos a la Sagrada Mesa tan pronto como llegasen a los años de la discreción o al uso de la razón”.

Para finalmente, a la altura del 1910 y como tuvimos ocasión de ver ya, marcar S. Pío X con toda claridad la doctrina que se ha de tener hoy día por cierta en lo relativo a la primera comunión de los niños:

“La edad de la discreción, tanto para la confesión como para la Sagrada Comunión, es aquella en la cual el niño empieza a raciocinar; esto es, los siete años, sobre poco más o menos”.

Fuente: religionenlibertad.com

De la costumbre de vestir a los niños de marineritos en su primera comunión, por Luis Antequera

Es una cuestión para la que no tengo respuesta cierta a decir verdad. Rebuscando en la red me encuentro que alguien antes que yo ya se la había formulado, El punto que faltaba, aportando alguna interesante teoría por lo que procedo a transcribir lo dicho:

“Estamos en Mayo el mes de las “comuniones”, o mejor dicho de las “mini bodas”. En fin, el tema está en que me he topado con unos niños vestidos de marinerito y me he hecho la siguiente pregunta: ¿Por qué existirá esa costumbre? Pues bien, como muchos de vosotros habríais hecho he consultado Internet pero no existe una teoría sólida...

La más acertada en mi humilde opinión, habla de un simbolismo religioso de la Iglesia como la barca de Cristo. Ya que éste en la Biblia aparece como “pescador de hombres”. Otros hablan en el caso de España de una costumbre “franquista”. Otras teorías lo relacionan con las fuerzas armadas. Locuras la mayoría de ellas. Pero quizás, no vaya más allá de una absurda tradición ... No sé... Me parece una buena pregunta”.

Pues bien, como al redactor del blog El punto que faltaba, le “parece una buena pregunta”, -y a mí también que conste-, voy a intentar darle yo una buena respuesta apuntando una nueva teoría que podría tener algo de razón. Me la sugiere la lectura del libro “La Armada Española. La campaña del Pacífico, 1862-1871. España frente a Chile y Perú”, del excelente historiador de la Marina Agustín R. Rodríguez González.

En él, al comentar la euforia que a los españoles produjo la llegada a España el 20 de septiembre de 1867 de la fragata Numancia completando la primera vuelta al mundo que daba un barco acorazado en toda la historia de la navegación, epílogo y colofón de la brillante Campaña del Pacífico acometida por la Marina española entre los años que dan título al libro, dice lo siguiente:

“Así dio más que cumplidamente la primera vuelta al mundo un buque acorazado, hazaña entonces tenida por poco menos que imposible, y más si se tiene en cuenta que durante dicha vuelta el buque había combatido en dura campaña. La gesta quedó perpetuada con una inscripción en el puente de la fragata que decía: “in loricata navis quae primo terram circuivit”.

El entusiasmo en España se desbordó y pronto el buque quedó reproducido en numerosos grabados y pinturas, se vistió a los niños con trajes de marineros y el nombre de la fragata en la gorra o lepanto” (op. cit. pags. 115-116).

Puesto al habla con el propio Agustín, buen amigo de la casa, me da una pista sobre una buena fuente de lo que él afirma: la obra “Fortunata y Jacinta” de Benito Pérez Galdós en la que cuando la familia Santa Cruz adopta a un niño, pensando que es hijo ilegítimo de Juanito Santa Cruz, miren lo que le dice la abuela en un momento dado:

“¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy!--exclamó Barbarita en tono de consternación--. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un vestidito de marinero con su gorra en que diga: “Numancia” ¡Qué bien le estará!”

Costumbre ésta de vestir a los niños de marineritos, de la que me pregunto si no procedió finalmente la de hacerlo particularmente en ese momento iniciático fundamental que certifica su paso de la infancia a la pubertad, el de la primera comunión.

Me ayudaría mucho a corroborar mi teoría si alguno de Vds. tuviera fotografías antiguas de niños haciendo la comunión vestidos de marinerito, cercanas en todo caso a 1866. Si anteriores descartarían definitivamente la teoría. Si poco posteriores, contribuirían a confirmarla. Así que debajo tienen mi correo. No duden en hacérmelo saber en su caso.

Fuente: religionenlibertad.com

De la práctica de recibir la comunión en la mano, por Luis Antequera


La práctica de la comunión en la mano, que a muchos puede parecer contemporánea, es sin embargo muy antigua, probablemente la original en la vida de la Iglesia. Así lo reconoce la instrucción Memoriale Domini, firmada el 28 de mayo de 1969 por el Papa Pablo VI, que es la que reintroducirá la práctica, en el modo que vamos a ver, en la vida de la Iglesia actual, un reconocimiento que hace con las siguientes palabras:

“Es verdad que, según el uso antiguo en otros tiempos, se permitió a los fieles tomar en la mano este divino alimento y llevarlo a la boca por sí mismos” (Memoriale, 3).

En apoyo del aserto aporta dos testimonios antiguos. Éste de San Cirilo de Jerusalén en su obra “Mystagogic Catechesis”: “…Tómala, y estate atento para que no se te pierda nada” (op. cit. 5, 21).

Y éste de Justino en su “Apologia”:

“Después que el presidente terminó las preces y todo el pueblo hizo la aclamación, los que entre nosotros se llaman diáconos, distribuyen a cada uno de los presentes para que participen de ellos, el pan y el vino con agua, sobre los que se dieron gracias, y los llevan a los ausentes” (op. cit. 1, 65)

La práctica de la comunión "en la lengua" es posterior:

“Andando el tiempo, después de estudiar más a fondo la verdad del misterio eucarístico, su eficacia y la presencia de Cristo en el mismo, bajo el impulso ya de la reverencia hacia este santísimo sacramento, ya de la humildad con que debe ser recibido, se introdujo la costumbre de que el ministro por sí mismo depositase en la lengua de los que recibían la comunión una partícula del pan consagrado” (Memoriale 6).

Tal es la situación de partida con la que se encuentra Pablo VI. Pero ocurre que “habiendo pedido algunas Conferencias Episcopales y algunos Obispos en particular que se permitiese en sus territorios el uso de poner en las manos de los fieles el pan consagrado, el Sumo Pontífice mandó que se preguntase a todos y cada uno de los Obispos de la Iglesia latina su parecer sobre la oportunidad de introducir el rito mencionado [de comulgar en la mano]”.

El Papa somete entonces la cuestión a encuesta entre los obispos, con tres preguntas concretas y estos resultados:

“1. ¿Se ha de acoger el deseo de que, además del modo tradicional, se permita también el rito de recibir la sagrada comunión en la mano? Placet: 567; Non placet: 1.233; Placet iuxta modum: 315; Votos inválidos: 20.

2. ¿Place que se hagan antes experimentos de este nuevo rito en pequeñas comunidades, con el consentimiento del Ordinario del lugar? Placet: 751; Non placet: 1.215; Votos inválidos: 70.

3. ¿Piensa que los fieles, después de una preparación catequética bien ordenada, han de recibir de buen grado este nuevo rito? Placet: 835; Non placet: 1.185; Votos inválidos: 128”.

Ante esta encuesta, la decisión de la Sede Apostólica es la siguiente:

“No se cambia el modo, hace mucho tiempo recibido, de administrar la comunión” (Memorial, 10).

Es decir, la comunión deberá seguir siendo administrada en la lengua.

Y entonces -se preguntará Vd.- ¿cómo es que efectivamente en todas o casi todas las iglesias puede uno pedir al sacerdote que le deposite la sagrada forma en la mano? Pues bien, porque la misma Memoriale abría la puerta a la excepción, llamada a convertirse, sin embargo, en la regla:

“Si el uso contrario, es decir, el de poner la santa comunión en las manos, hubiera arraigado ya en algún lugar, la misma Sede Apostólica, con el fin de ayudar a las conferencias episcopales a cumplir el oficio pastoral, que con frecuencia se hace más difícil en las condiciones actuales, confía a las mismas Conferencias el encargo y el deber de examinar las circunstancias peculiares” (Memorial 11)

Concesión en base a la cual, la gran mayoría de las conferencia episcopales del mundo optaron por permitir la administración de la eucaristía en la mano del feligrés.

Fuente: religionenlibertad.com

De la costumbre de celebrar la Primera Comunión, por Luis Antequera

La costumbre de solemnizar el momento en que los niños alcanzan la edad que les introduce en la pubertad, los 8-9 años, existe en muchas religiones: entre los musulmanes los niños son circuncidados, entre los judíos –bien es verdad que bastante más tarde- se acompaña con el bar mitzvah.

En el cristianismo la entrada de los niños en la pubertad viene acompañada de la Primera Comunión, es decir, la fiesta en la que un niño accede por primera vez al sacramento de la eucaristía. Ahora bien, ¿se han preguntado Vds. desde cuando celebran los cristianos semejante acto iniciático?

En el protocristianismo, vale decir hasta el s. IV-V más menos, las cosas eran bien diferentes. Era raro el nacimiento en hogares cristianos, el acceso a la fe cristiana tenía lugar por conversión, y ésta venía acompañada por una larga catequesis que culminaba con un bautismo que solía venir acompañado de la que podemos denominar ya entonces Primera Comunión, aunque tan distinta de la que conocemos y practicamos hoy.

Sobradamente conocido es el caso del obispo San Ambrosio, que prácticamente se bautizó comulgó, recibió las órdenes y fue consagrado obispo el mismo día, y no debió de hacerlo tan mal cuando llegó a santo y desde el punto de vista histórico, desempeñó un papel fundamental en la cristianización del Imperio.

Consta que durante toda la edad media y aún durante el renacimiento, la primera participación de los niños en la eucaristía se realizaba sin especial preparación ni ceremonia: un buen día los niños, preferentemente en pascua o fecha cercana, acompañaban a sus padres a comulgar. No es sino a partir de Trento cuando diversos sínodos comienzan a preocuparse por el tema y a requerir una preparación ex professo de los niños para el acceso a su primera eucaristía. El santo italiano Carlos Borromeo desempeña en este sentido una labor fundamental ya desde el año 1564.

Disponemos de la descripción de un ritual semejante celebrado en 1593 en Rouen, y sin salir de Francia, de otro acontecido en 1616 en la parroquia de San Nicolás de Chardonnet de París, así como de un tercero celebrado en la diócesis de Múnster, en Alemania en 1661. El primer ritual dirigido a los sacerdotes de una diócesis para ofrecerles orientaciones precisas para esta fiesta es el de Bourges, una obra publicada en 1666 a la que ya tuvimos ocasión de referirnos cuando hablábamos de la costumbre entre los cristianos de imponer nombres cristianos a los niños.

Indudablemente entre las razones que llevan a conceder importancia semejante al momento de la Primera Comunión deben considerarse tres.

Primero y probablemente fundamental, la controversia que la presencia real de Jesucristo en la eucaristía suscita la Reforma luterana y la reacción que a favor de la misma produce la posterior reforma de Trento dentro del ámbito católico.

Segundo, el nuevo protagonismo adquirido por la parroquia desde Trento, con funciones tan importantes como el registro de los momentos fundamentales de la vida del ser humano (nacimiento, vale decir bautismo, matrimonio y óbito).

Tercero, ese deseo natural del ser humano de marcar de manera ritual y notoria el momento importantísimo que en el ciclo humano representa la entrada en la pubertad, para el que en el ámbito cristiano, y como hemos visto arriba, no existía, por el contrario que en otras religiosidades, una adecuada celebración.

El Catecismo Romano de Trento del año 1556 ya recoge algunos preceptos sobre la relación entre la eucaristía y los niños:

“Aunque esta ley de la frecuencia eucarística anual, sancionada por la autoridad divina y la de la Iglesia, obliga a todos los fieles, deben exceptuarse evidentemente los niños que no tienen aún uso de razón. Estos ni pueden ser capaces de discernir el pan eucarístico del pan común ni pueden recibirle con la digna preparación necesaria […].

Cierto que en algunos lugares existió la antigua costumbre de administrar la Eucaristía también a los niños; pero hace ya mucho tiempo desapareció por orden de la Iglesia, por razones que fácilmente se intuyen desde el punto de vista de la piedad cristiana.

En cuanto a la edad en que puede administrarse a los niños la primera comunión, nadie mejor para decirlo que el padre o el confesor del mismo, a quienes corresponde averiguar si los niños tienen el conocimiento y gusto de este admirable sacramento” (op. cit. cap. 3, núm. 8)

De cuyo tono no cabe concluir sino que aunque efectivamente dé unas indicaciones sobre el acceso de los niños al sacramento, la institución misma de la “primera comunión” aun no existe como tal.

Para cuando en 1910, por el contrario, el Papa San Pío X promulga el decreto de la Sagrada Congregación de los Sacramentos “Quam singulari”, la costumbre de la celebración de la Primera Comunión, como cabe extraer de su mismo texto, se halla claramente consolidada entre los cristianos.

Dicho todo lo cual, queridos amigos, me despido por hoy una vez más, no sin desearles, eso sí, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

Fuente: religionenlibertad.com

Tuesday, February 10, 2015

NUEVO DIRECTORIO HOMILÉTICO


La homilía no puede ser improvisada, se prepara con estudio y oración para llevar a Cristo en cada palabra

El Sr. Card. Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ha presentado esta mañana en la Oficina de Prensa de la Santa Sede el ”Directorio Homilético”, elaborado por ese dicasterio bajo la prefectura de su predecedesor el Sr. Card. D. Antonio Cañizares Llovera. Han participado en el acto el arzobispo Arthur Roche y el Padre Corrado Maggione, respectivamente Secretario y Subsecretario de dicha congregación.

”A menudo, para muchos fieles -explicó el purpurado- el momento de la homilía,considerada buena o mala, interesante o aburrida, decide la importancia de la celebración. Efectivamente, la misa no es la homilía, pero ésta constituye un momento importante para la participación en los santos misterios, es decir la escucha de la Palabra de Dios y la comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor”.

”El Directorio no nace sin una razón. Su objetivo es ofrecer una respuesta a la necesidad de mejorar el servicio propio de los ministros ordenados: la predicación litúrgica”, prosiguió el cardenal, señalando que ya en el Sínodo de los Obispos de 2005 se pedía a los ministros ordenados que preparasen la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura . ”Este es un primer dato a tener en cuenta -subrayó- ya que la homilía está directamente vinculada a las Sagradas Escrituras, especialmente al Evangelio, e iluminado por ellas”. En el mismo Sínodo se solicitaba que en la homilía resonasen, a lo largo del año, los grandes temas de la fe y la vida de la Iglesia, y que se evidenciase el lazo que une el mensaje de las lecturas bíblicas con la doctrina de la fe mostrada en el Catecismo de la Iglesia Católica. ”Sobre la base de estas expectativas, Benedicto XVI, en la Exhortación Sacramentum Caritatis.., solicitaba una reflexión sobre este tema”.

Los Obispos retomaron la cuestión en el Sínodo sobre la Palabra de Dios, y así Benedicto XVI, en la Exhortación Verbum Domini, mientras recordaba que predicar adecuadamente en referencia al Leccionario era ”realmente un arte que debe ser cultivado”, también indicaba la oportunidad de elaborar “un Directorio sobre la homilía, para que los predicadores encuentren en él una ayuda útil para prepararse para el ejercicio del ministerio” .

”El surco estaba trazado -dijo el cardenal Sarah- y siguendo esa línea, la Congregación inició el proyecto, que recibió un fuerte impulso por el acento que puso en la homilía el Papa Francisco, en su exhortación apostólica “Evangelii gaudium” donde toca ese tema en 25 puntos : 10 dedicados a la homilía y 15 a su preparación”.

”La homilía -recalcó- es un servicio litúrgico reservado al ministro ordenado, que está llamado por vocación a servir a la Palabra de Dios según la fe de la Iglesia y no de forma personalista. No es un discurso cualquiera, sino un hablar inspirado en la Palabra de Dios que resuena en una asamblea de creyentes, en el contexto de una acción litúrgica, con el fin de aprender a practicar el Evangelio de Jesucristo”.

”Entre los criterios mencionados en el Directorio, indico algunos: La homilía está suscitada por las Escrituras dispuestas por la Iglesia en el Leccionario, que es el libro que contiene para los días del año las lecturas bíblicas de la Misa. La homilía está suscitada por la celebración en la que se insertan “estas” lecturas, es decir, por las oraciones y los ritos que conforman “esta” liturgia, cuyo principal protagonista es Dios, por Cristo, su Hijo, en la potencia del Espíritu Santo .

”Obviamente -concluyó- la homilía llama en causa a quien la pronuncia. De ahí la importancia de la preparación del homileta que requiere estudio y oración, experiencia de Dios y conocimiento de la comunidad a la que se dirige, amor por los santos misterios y amor por el Cuerpo vivo de Cristo que es la Iglesia”.

Fuente: iglesiaactualidad.wordpress.com

La Alegría del Evangelio, n. 158: Sencillez y claridad en la homilia

n.158: Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.

La Alegría del Evangelio, n. 157: Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener una idea, un sentimiento, una imagen

n.157: Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».

La Alegría del Evangelio, n. 156: "La importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización".

n.156: Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización». La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).

La Alegría del Evangelio, n. 154: Sobre el predicador, "Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo"

n. 154: El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea». Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios» y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente».

La Alegría del Evangelio, n. 151: Sobre el predicador, "Si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío".

n. 151: No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría hallar».

La Alegría del Evangelio, n. 150: "Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella".

n. 150: Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado». Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».

La Alegría del Evangelio, n. 149: Sobre el predicador

n.149: El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva». Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.

La Alegría del Evangelio, n. 147: "Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias".

La Alegría del Evangelio, n. 147: "Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias".

n.147: Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.

La Alegría del Evangelio, n. 145: Un predicador que no se prepara es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido

n.145: La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.

La Alegría del Evangelio, n. 139: "La Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo"

n.139: ...La Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.

La Alegría del Evangelio, n. 138: Sobre la homilia, "Debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase".

n.138: La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.

La Alegría del Evangelio, n. 137: Sobre la homilía

n. 137: Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza». Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.

La Alegría del Evangelio, n. 38: Sobre la Predicación

n. 38: Es importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.

Los 39 consejos prácticos, ágiles, concretos y amenos del Papa Francisco para homilías transformadoras, por Jorge Enrique Mújica, LC

Entre la surtida variedad de temáticas que Papa Francisco ha tocado en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium («La alegría del Evangelio») se encuentra la que dirige de un modo especial a los sacerdotes a propósito de «las homilías» (les dedica la significativa cantidad de 24 números distribuidos en dos grandes apartados del capítulo tercero de la exhortación, capítulo concretamente dedicado al tema del «anuncio del Evangelio»).

Ya dice mucho el que se presente la homilía como medio de evangelización, algo aparentemente obvio pero que no se había subrayado suficientemente con antelación en un documento de este tipo. Las quejas por una mala homilía las refiere el mismo Papa cuando socarronamente comenta que «son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio», para luego rematar con que tanto los fieles «como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar».

En palabras del Papa Francisco «La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo» y por eso les ofrece a los sacerdotes lo que bien puede calificarse como 39 consejos prácticos, concretos, ágiles y amenos. Lo hace –y esta es percepción personal– ya no sólo como Papa sino como un pastor con amplia experiencia en este campo: experiencia confirmada por el éxito mundial que sus mini-homilías diarias han tenido en lo que va de su pontificado, un respaldo incontestable.

Ofrecemos esos 39 consejos extractados de diferentes números. Se conservan en números romanos el apartado al que pertenecen y en negrita la subdivisión ulterior en la que se encontraban. El título en cursiva y la numeración arábiga son añadidos nuestros.

La homilía: el contexto litúrgico

1. Qué no es la homilía 
«[…] la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza».

2. Qué es la homilía 
«La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo».

3. La homilía no es un espectáculo prolongado 
«La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo».

4. Que el Señor brille más que el ministro 
«[…] que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro».

La conversación de la madre

5. Predicar como una mamá 
«[…] la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado».

6. Predicar en clave de cultura materna 
«Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso».

7. Cordialidad, calidez, mansedumbre y alegría 
«[…] la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos».

Palabras que hacen arder los corazones

8. No a una predicación exclusivamente moralista 
«La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental».

9. Verdad, belleza y bien van de la mano 
«En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien».

10. Prédica sintética no de ideas sueltas 
«El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón».

11. Tiempo para que hable Dios 
«Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios».

12. La homilía es mediación 
«[…] en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5)»

III. La preparación de la predicación

13. Preparar la predicación 
«La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral […] recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio».

14. Dedicar tiempo para preparar la homilía
«[…] me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes».

15. Confianza activa y creativa en el Espíritu Santo 
«La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa […] Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido».

El culto a la verdad

16. Atención al texto bíblico 
«El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación».

17. Paciencia, interés y dedicación gratuita 
«Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención».

18. Amor para preparar la predicación 
«[…] la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9)».

19. Entender al escritor sagrado 
«Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado».

20. Cuál es el mensaje principal 
«[…] la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden».

21. El mensaje central del texto sagrado 
«El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias».

22. Transmitir la fuerza propia del texto proclamado 
«Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado».

La personalización de la Palabra

23. Renovar el fervor al preparar la homilía 
«Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que “en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra”».

24. Escuchar vivamente la Palabra 
«Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios».

25. Disponibilidad para dejarse conmover 
«Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es “comunicar a otros lo que uno ha contemplado”».

26. Dejarse herir por la Palabra 
«[…] antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz».

27. Testigos de un Dios que conocemos 
«[…] en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: “tiene sed de autenticidad [...] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo”».

28. Seguridad de que Dios ama al predicador 
«Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra».

29. Instrumentos del Señor 
«El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser».

La lectura espiritual

30. La lectio divina 
«Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve».

31. Preguntar a Dios 
«En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?».».

Un oído en el pueblo

32. Poner un oído en el pueblo 
«El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar […] Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo».

33. La predicación es un ejercicio de discernimiento evangélico 
«Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– “una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente”».

34. No a las crónicas de actualidad 
«[…] nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos».

Recursos pedagógicos

35. Decir mucho en poco 
«La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. […] “Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras” (Si 32,8)».

36. Usar imágenes en la predicación 
«Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. […] aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. […] Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener “una idea, un sentimiento, una imagen”».

37. Sencillez en el lenguaje 
«La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío […] Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan […] El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente».

38. Claridad en el lenguaje 
«La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice».

39. Lenguaje positivo 
«Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento»

Fuente: http://actualidadyanalisis.blogspot.it

Vaticano publica manual, por P. Jorge Enrique Mújica, LC

Corrían los primeros días del mes de octubre de 2008 cuando el tema fue tocado en el sínodo de los obispos que por entonces abordaba el tema de la Palabra de Dios: «a pesar de la renovación de que fue objeto la homilía en el Concilio, sentimos aún la insatisfacción de numerosos fieles con respecto al ministerio de la predicación», decía el relator general y entonces arzobispo de Quebec, cardenal Marc Ouellet (hoy en día prefecto de la Congregación para los Obispos). Y añadía: «Esta insatisfacción explica en parte la salida de muchos católicos hacia otros grupos religiosos».

La afirmación final no era un decir cualquiera: un análisis del Centro para la Investigación Aplicada en el Apostolado (CARA, por sus siglas en inglés), de la Universidad de Georgetown, reveló que el 63% de las personas que van a misa toman en cuenta la calidad de las homilías para decidir a dónde ir a la celebración eucarística. Para ese elevado porcentaje de personas la calidad de la homilía es más importante que la música e incluso que el sentido de comunidad experimentado.

Fue también en el sínodo de 2008 que el arzobispo de Camberra, Australia, Mons. Mark Bendect Coleridge, propuso la preparación de un Directorio General Homilético análogo al que existe para la catequesis.

No fue el único obispo en poner el dedo en la llaga: voces como las del Cardenal Barbarin (Lyon, Francia), Mons. Raymond Saint-Gelais (Nicolet, Canadá), Mons. Ricardo Blázquez (Valladolid, España), mons. Gerald Frederick Kicanas (Tucson, USA), iban en la misma línea.

El 2014 cerró en el Vaticano con el anuncio de la inminente aparición del esperado documento: el Directorio Homilético preparado por la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos. Se trata de un texto que ofrece respuesta a preguntas como dónde encontrar contenidos, cómo articular la homilía y tantas otras cuestiones vinculadas a la predicación.

El Directorio consta de dos partes: en la primera se contextualiza la homilía en el ámbito que le es propio, el litúrgico; en la segunda, de cariz más práctico, se aboca al arte de la predicación homilética, propiamente dicha. Hay también dos apéndices en los que se muestra la relación entre homilía y doctrina de la Iglesia y se señalan referencia al Catecismo de la Iglesia Católica. En el segundo apéndice se ofrecen referencias a textos magisteriales que han tocado directa o indirectamente el mismo argumento.

Ya en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium el Papa Francisco ofreció una preciosa síntesis sobre la predicación.

Fuente: religionenlibertad.com

Nueva evangelización: cuando la palabra está devaluada, por Julio González, SF.

En muchas culturas la palabra está perdiendo valor. Cuando esto comienza a ocurrir decimos que el lenguaje esta en crisis. En la televisión, en la radio, incluso en nuestras relaciones humanas, a menudo abusamos de las palabras y les cambiamos el sentido a nuestro antojo. Entonces, las palabras esconden nuestras intenciones, o llenan un vacío, o venden un producto. Por eso, cuando encontramos personas que son fieles a su palabra estamos de enhorabuena. La “palabra”, entendida y compartida en clave cristiana, se corresponde a una experiencia personal y comunitaria.

La palabra, la idea, la doctrina... si son cristianas, no consisten en formulaciones abstractas de una realidad supramundana inalcanzable para nuestros sentidos. La “buena notica” comunica algo, o mejor, a Alguien, que hemos visto, oído, tocado con nuestras manos; de este modo, la nueva evangelización no es solo una nueva enseñanza sino, en primer lugar, testimonio.

Una homilía, una catequesis, una doctrina, que no es fruto del encuentro y de la experiencia de quien la comunica, es una verdad de fe que aún debe ser “bautizada”, es decir, todavía tiene que transformarnos, hacernos tambalear y reconciliarnos.

Jesús de Nazaret no hablaba a la gente de sus ideas..., sino de su vida en comunión con el Padre y con sus hermanos, especialmente los pecadores que más necesitan de Dios y lo están esperando con el corazón encendido en llama.

Palabra y testimonio, palabra y gesto, deben ir unidos cuando compartimos nuestra esperanza (fe). Si la fe y la religión cristianas no se construyen sobre la roca del encuentro y la experiencia personal y comunitaria, entonces, estas devienen en ideología en lugar de en evangelio o buena noticia.